Desde que la violencia contra las
mujeres salta del ámbito privado a convertirse en un asunto de interés Público
por la difusión que los medios de
comunicación realizan sobre el tema, el legislador abordó el tema desde la
perspectiva de maltrato familiar. Y así lo expresó con motivo de la inclusión
del primer delito de violencia, justificando la nueva
figura como forma de “proteger a los miembros físicamente más débiles del grupo
familiar frente a conductas sistemáticamente agresivas de otros miembros del
mismo.
A partir de estas ideas iniciales
la jurisprudencia fue consolidando una doctrina que definitivamente sitúa el
motivo de la tutela penal reforzada en la necesidad de proteger la dignidad de
las personas que forman parte del núcleo de la vida doméstica y sobre todo, de
dar protección a la familia como institución reconocida y amparada por nuestro
ordenamiento constitucional.
De esta forma las causas de la
violencia se buscan en la propia naturaleza de las relaciones familiares, cuyas
características de subordinación y dependencia vendrían a favorecer una
posición de dominio de ciertos miembros del grupo familiar sobre otros y la
correlativa indefensión de éstos últimos. De ahí el predominio de “violencia
doméstica”, adecuado para designar este fenómeno que desde el nacimiento de los
malos tratos se ha orientado la respuesta del Derecho Penal.
Sin embargo, la que menos encaja en esta perspectiva tuitiva centrada en las
relaciones familiares de sujeción y vulnerabilidad es precisamente la mujer. La
ley le reconoce plena igualdad con su pareja y salvo casos excepcionales, que
nada tienen que ver con el sexo, sus características físicas y psíquicas no
permiten calificarla como un ser por naturaleza “débil”, no siendo asimilable,
de esta forma ni a los niños, ni a los ancianos ni a los incapaces, que por sus
propias condiciones si ocupan una posición subordinada dentro del ámbito
familiar.
A la mujer, es el agresor quien
la hace vulnerable a través del ejercicio de la violencia. Su vulnerabilidad no
depende de su posición jurídica dentro de la familia ni de sus condiciones personales,
sino que es el resultado de una estrategia de dominación ejercida por el varón
para mantenerla bajo su control.
Es por este motivo que la causa
de violencia contra las mujeres no debemos buscarla en la naturaleza de los
vínculos familiares, sino en la discriminación estructural que sufren como
consecuencia de la ancestral desigualdad en la distribución de roles sociales.
En el dominio patriarcal. Aunque, en la práctica sea en el ámbito doméstico
donde más se da este tipo de violencia.
Pero hay algo que no debemos
olvidar, las agresiones sexuales o el acoso laboral también son manifestaciones
de este fenómeno y nada tienen que ver con el contexto familiar.
De ahí lo inapropiado de
identificar violencia de género con violencia doméstica. Esta confusión de
conceptos hace que los demás tipos de violencia queden diluidos, y la violencia
de género queda oculta tras otras formas de comportamiento violento, impidiendo
que la sociedad visualice que se trata de la manifestación más extrema de una
discriminación estructural que las mujeres vienen padeciendo desde tiempos
remotos.
El camino indiferenciado que
hasta ahora venía siguiendo el legislador español apuntando a la familia como
chaus y a la vez víctima del fenómeno, pone al descubierto la resistencia de
muchos sectores sociales a reconocer que la violencia de género existe como
fenómeno social, es decir, como un tipo específico de violencia vinculado de
modo directo al sexo de la víctima. Cuya explicación se encuentra en el reparto
inequitativo de roles sociales, en pautas culturales muy asentadas que
favorecen las relaciones de posesión y dominio del varón hacia la mujer.
La violencia contra las mujeres
no es una cuestión biológica ni doméstica sino de género. Es una situación de
discriminación intemporal que tiene su origen en una estructura social de
naturaleza patriarcal.
En la IV CONFERENCIA INTERNACIONAL DE BEIJING DE 1995 se proclama la violencia contra las mujeres como
“una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre
mujeres y hombres, que conducido a la dominación masculina, a la discriminación
y a impedir el pleno desarrollo de la mujer”
De esta forma no es lo mismo
violencia de género y violencia doméstica, ya que una apunta a la mujer y la
otra a la familia como sujetos de referencia. Las relaciones de pareja o de
convivencia familiar son sólo un escenario privilegiado de esa violencia pero
no pueden, ni deben, acaparar la multiplicidad de manifestaciones que se
ocultan bajo la etiqueta “violencia de género”
Como afirman Miguel y José
Antonio Lorente Acosta a la mujer no se le maltrata por ser madre, novia o ama
de casa, sino por ser mujer, por ello es importante delimitar conceptualmente
la violencia que se ejerce sobre la mujer, ya que al denominarla
incorrectamente se está relacionando sólo con un ambiente concreto, el familiar
o doméstico, y de ahí se puede pasar con relativa facilidad a limitarlo a determinados tipos de familia,
a ciertas circunstancias, a algunos hombres que son enfermos alcohólicos, o
especialmente violentos, o también a mujeres que los provocan”
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